Gabriel del Gotto

Pelatato

Desde el otro lado del cuadro: Portrait of an Artist (Pool with Two  Figures) - David Hockney
Retrato de un artista de Hockney


Eran más de las dos, solo quedábamos Luís, un solitario de rincón, María y yo. A la vida se sale, no se entra”, era lo que decía el graffiti que estaba del otro lado de la calle del Proud Mary. Coincidencia o no, yo llevaba desde temprano pensaba en mis salidas mientras la brisa que entraba por la enorme puerta colonial me espantaba el calor de la nuca. 

María quería cerrar, me retiró la copa de sangría y esperó a que yo la mirase para mirar a Luís con cara de cansancio. Aquella noche atendía sola, había abierto el bar desde las ocho y ya no  le soportaba, llevaba horas sin callarse ni mientras bebía. Aunque María tendría algunos sesenta y tantos años, y a simple vista su cara parecería la de alguna abuela que arrastra un rosario hacía la iglesia, su impronta era orgullosa y fuerte, lo que le hacía parecer intemporal y poderosa. En otros tiempos, cuando el bar estaba dos calles más abajo, nos hubiese insistido en que nos quedásemos a oír la música que había descubierto esa semana, supongo que los años, el cigarro y el calor, te hacen estrictos los horarios. 

-La mayoría de problemas de este país, se producen por gente que está acostumbrada a buscar el polvo con mentiras, -decía Luís al solitario mientras este miraba su teléfono y tomaba pequeños sorbos de ron-. Cuando tú lo que quieres es echar un polvo y juegas a enamorar, tu juego es sucio. Pero ve y dile a una mujer que solo quieres eso y dime cómo te va. No, no, ellas quieren las mentiras, que las enamores… ellas saben que ni mierda, pero que las enamores. Porque aquí se cree que inteligencia es saber esconderse, y confunden eso con valentía, entonces tienes un país de lambones y pelagatos que no tienen los timbales de tomar lo que quieren y llamar las cosas por su nombre. Yo digo que eso es producto del abandono de los colonos, que nos despreciaron, siempre nos despreciaron, nos independizamos de Haití, les pedimos una anexión a España para poder decir que fue de ellos que nos independizamos y no de los haitianos, y ni así nos hicieron caso. Y muy bien por ellos, yo tampoco nos hubiese hecho caso…

El solitario de rincón tomó un último sorbo, dejó mil pesos sobre la barra, se levantó sin quitar los ojos de su teléfono y salió sin despedirse. Luis se sentó donde estaba este, respiró profundo y siguió en soliloquio. María nos echó al menos tres veces antes de que yo sacara a Luís de un brazo, con la excusa de decirle algo, y ella cerrase la puerta tras nosotros. 

“Ye tempeque nes hubiese heche case”, escuchamos a María burlarse mientras apagaba la música y nos alejábamos.

Me encantaba ir allí, las paredes rojas, la decoración hinduista y la música setentera de un jazz olvidado nos daba mística, me hacía sentir parte de algo épico que no entendía. Aveces María, o Gina, su hija, me regalaban una sangría, yo devolvía el favor sirviendo de portero en esos raros momentos en que no quedaba de otra que tener un portero. Por aquel entonces era más pobre que una cucaracha de desierto, me entretenía calculando cuanto podía gastar en bebida sin que mi carro se apagase por falta de gasolina, era todo un mago de la combustión. Manejaba kilómetros para llegar y kilómetros para volver a casa, sentirme parte de esa gente acortaban cualquier camino.  Santo Domingo a esas horas era agradable, supongo que cualquier ciudad de El Caribe es agradable cuando es de noche y no hay trafico o sol que nos recuerde al Libro del Apocalipsis. Usualmente me iba a esas horas y cuando Luís estaba, en esas condiciones. 

En el barrio era sabido, Luís, el rockero, y María, la española del Proud Mary, habían tenido un romance hacía ya muchos años, donde hasta la policía había intervenido, y solo acabó luego de que Luís, sin dar muchos detalles, tuviese un accidente que involucró un coche fúnebre, un gallo y algunos meses de terapia, que le alejaron del ron varias semanas. Se dice que, mientras estuvo en el hospital, besó a un doctor a quien, entre la fiebre, llamó varías veces por el nombre “María”, se dice que el doctor vomitó en el acto, a lo que al Luís recuperar la conciencia alcanzó a decirle “Mujeres más feas que tú hice felices”. María una vez me dijo de Luís “Todavía dice que me quiere, está loco. Pero es inocente como un niño, nunca dejaría que le metieran preso, se pone así cuando está borracho y le llego a la mente.”, desde ese día, yo ya sabía lo que tenía que hacer cuando Luís se ponía pesado en el bar.

Caminamos callados la acera de la calle Nouel hacía el parque, las paredes jugaban con las sombras de los arboles, los cables de luz y las farolas anaranjadas, yo iba en lo mío, Luis respiraba forzado y buscaba con la mirada otro lugar que nos vendiese ron. Todos estaban cerrados, nos habían vetado o estaban echando a los clientes que salían y gritaban, saltaban, vomitaban o se caían. Parecíamos pastores distraídos a los que ya no les importaba ninguna oveja.  En la esquina con la calle Duarte nos cruzamos a Gina, quien iba del otro lado de la calle, Luís bajó la cabeza y yo la saludé con una sonrisa que ella respondió apresurando el paso. Al tomar la Duarte vi una muchacha llorar al borde del restaurante cerrado de El Peruano, le pasé una servilleta y la miré buscando sus ojos, le conocía pero no recordaba su nombre, le había visto alguna vez en el barrio, cuando el barrio no parecía de otro, con sus amigas, en alguna fiesta, seguro me la había presentado Giorgio o Fernando, quién sabe, era bonita y tenía una sonrisa hermosa, recordé en el momento. “¿Necesitas algo?”, le pregunté poniéndome de cuclillas junto a ella, “Irme”, me respondió sollozando mientras tomaba la servilleta de mis manos, “¿Te pido un taxi?”, le pregunté mirando sus mejillas hinchadas, “Tranquilo, mis amigas ya vienen, gracias” dudó en responder,  “Lindo vestido”, le dije, alzó sus ojos hacía mi y quiso responder con una sonrisa entre las lagrimas. Me puse de pie y aceleré el paso para alcanzar a Luís quien ya doblaba la esquina que da al parque Duarte. 

Al llegar al parque, que más bien estaba medio muerto, dos policías, uno joven y otro gordo, molestaban a una pareja de travestis. Luis se había parado a una distancia que simulaba el desentendimiento a mirar aquello y había sacado un cigarrillo. Más adelante pude divisar a Pablo, que inmutado, recogía las botellas dejadas allí por los borrachos de la noche, valiéndose de dos tecatos, de esos que dormían a la sombra del roble junto a la estatua, mientras cerraba su bodega. 

“Es un lindo sueño uno creer que está algo más que solo, veterano”, le dije a Luís pensando en Equis, con quien hacía solo algunas semanas había roto una relación de dos años. Estaba triste, lo que se había hecho habitual, y la noche no había servido más que para salvarme la vida otro día. Luís me miró como un padre cansado y me respondió en voz baja y ronca, sin apartar la vista de los policías “A todo dictador le gusta prestar sus lentes, así uno ve todo bonito como lo ven ellos, veterano”.

Al policía joven uno de los travestis le había agarrado el paquete, gritando “Si me vas a dar un tiro dámelo con este pistolón.”, lo que provocó gran impresión en el policía gordo que empezó a golpearle las piernas con un tubo que llevaba en la mano. El otro travesti, con grandes tacones de punta, se puso de pie y empezó a forcejear con el policía gordo; gritos, patadas, un tacón roto, el policía gordo puso esposas en sus muñecas mientras que el policía joven aun seguía atónito, con los ojos como dos huevos tibios y gesto ausente, agarrando la mano del otro travesti para que no se fuese a escapar. Los tecatos del parque habían corrido allí a enterarse más de cerca de lo que pasaba. 

“Dime borrachón”, nos interrumpió un gordo  mas gordo que el policía, amigo de Luis, que nos sorprendió desde atrás dando una gran palmada en la espalda de este. “¿Qué le hiciste a los maricones estos?”, preguntó mientras se rascaba la panza y tomaba un sorbo de una botella de ron que luego Luis le arrebató sin saludarle.

-A esos yo los conozco ¡Pregúnteles! -Gritó el de los tacones rotos mirando directo a nosotros. Luis respondió con una mueca dando otro trago a la botella de ron. El policía gordo nos miró y miró a su apresado. “¿A quien no conoces tú?” Gruñó buscando en sus bolsillos. “Mierda de celular, se quedó sin batería otra vez.”

Mierda de noche, mierda de calor, pensé entendiendo que debía irme. Me despedí de Luis y de su amigo, caminé bordeando el parque evitando cercanía con los policías y los travestis, que ahora discutían al calor de la noche sobre cómo llegar al cuartel, y recorrí la calle Hostos hasta mi carro, que estaba a cuadra y media de allí, como quien va a La Catedral.

-¿Qué era lo que pasaba en el parque, jefe? -me preguntó El Ruso, cuidador de carros designado, quien se acercó trotando hasta mí.

-Unos travestis peleando con los policías. -le contesté

-Todas las noches lo mismo. -dijo abriendo sus ojos

-Los policías son unos abusadores, Ruso.

-Algo hicieron esos maricones. Los policías de por aquí son cristianos en su mayoría, jefe, no hacen las cosas por gusto. 

Le pasé veinte pesos a El Ruso sin mirarle y puse la llave del carro. Al encender las luces lo vi, tuve que ponerme los lentes, era un graffiti enorme en la pared frente a nosotros, “EL PENSAMIENTO PERJUDICA”. 

Arranqué el carro y di la vuelta, fue una suerte volver a encontrar a la muchacha que aun lloraba al borde del restaurante de El Peruano. 

Es una mierda no tener dinero, la tuve que convencer de dejar de llorar montados en mi carro frente al malecón. Le dije que adoro el sonido de las olas chocando con las piedras, que en mi mente, suenan como deben sonar las caricias de dos gigantes que se acurrucan en el cielo. La noche comenzaba a refrescar, apagué el carro.

delgotto

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.

Instagram