Por Gabriel del Gotto
La mayorÃa de la gente recuerda más frases de una canción de Bad Bunny que propuestas de un debate presidencial. No porque la gente sea tonta, sino porque el sistema está diseñado para eso. En polÃtica ya no gana el que tiene mejor programa: gana el que aguanta ocho segundos en el celular del votante.
Si en esos ocho segundos no se entiende quién eres, qué problema atacas y de qué lado estás, el dedo baja, el video muere y tu gran discurso se vuelve ruido entre un meme del Licey, un chisme de farándula y un reel de gatitos.
Vivimos en la economÃa de la atención. Tu mensaje no compite solo con el del otro candidato; compite con todo lo que pide mirada en la misma pantalla. La cabeza ya no premia las ideas largas. Premia tres cosas: claridad, emoción y recompensa rápida.
Una frase, un gesto, una imagen. No importa cuánto dure la rueda de prensa; lo único que sobrevive es el pedazo que alguien recorta, manda por WhatsApp y sube a TikTok. El resto es ego y archivo. El poder se mudó al microcontenido.
El que entendió eso mejor que casi todos fue Donald Trump.
Trump no viene de un partido, viene de un show. Su escuela polÃtica no fue un comité, fue The Apprentice. Pasó de decir “Estás despedido” frente a una cámara, a decir “Están destruyendo nuestro paÃs” en una mitin. El formato es el mismo: conflicto simple, héroe claro, enemigo con nombre y apellido.
Su cabe lógica en dos lÃneas:
"Ellos te roban. Yo te defendiendo".
Palabras de gorra, no de tesis: “Construir el muro”, “Hacer que Estados Unidos vuelva a ser grande”. Caben en una cachucha, en una pancarta, en un coro de estadio. Y viven del escándalo diario: cada dÃa una pelea nueva, un insulto, una acusación. Estar indignado con Trump es parte del libreto; Mientras lo descargas en redes, sigues alimentando su relato.
En términos de atención, Trump rosa la perfección. Y dentro de su partido también construyó una hegemonÃa casi total en el Partido Republicano, purgando disidentes, imponiendo lenguaje y convirtiendo la lealtad personal en prueba de pertenencias. Ahà no es accidente: es arquitectura.
El lÃmite aparece fuera de su tribu. La hegemonÃa real es otra cosa: que tu forma de ver el mundo parezca sentido común para la mayorÃa del paÃs, no solo para los tuyos. Ahà su relación tiene techo. Promete “volver” a una grandeza que, para millones, nunca existió. Funciona con quienes sienten que lo perdieron todo, pero no seduzca a quienes nunca fueron invitados a esa fiesta: jóvenes precarizados, minorÃas, nuevas mayorÃas urbanas. Es fuerte para el terremoto, débil para la construcción.
En el otro extremo está el liderazgo que usa la misma economÃa de la atención, pero para nombrar mejor el problema.
Ahà entra Zohran Mamdani.
Joven, hijo de inmigrantes, casi invisible en las encuestas, termina ganando enfrentando al aparato polÃtico de su ciudad con una frase que cualquier inquilino entiende:
“Nueva York es demasiado cara”.
No empezó por la identidad. Empezó por el alquiler.
Esa lÃnea cumple la primera regla de cualquier campaña seria hoy: una frase que condensa el conflicto central y cabe en una pancarta, en un video corto, en una conversación de pasillo. Pero no se queda ahÃ. Cada propuesta que empuja a tocar una factura concreta: renta, comida, transporte, salario. No se habla de “competitividad” en abstracto; habla de cuanto queda del sueldo despues de pagar techo y metro.
La misma idea vive en varios formatos: puerta por puerta, afiches simples, redes sociales, anuncios en distintos idiomas, entrevistas donde vuelve siempre al mismo punto: la ciudad es demasiado cara y la polÃtica empieza por abaratar la vida.
Trump convierte la polÃtica en una realidad sin final. Mamdani la convierte en una respuesta concreta a una factura concreta.
Los dos saben que viven en la economÃa de la atención. La diferencia es para qué la usan: uno explota el enojo; el otro lo organiza.
Esto no es un cuento gringo. Es un espejo incómodo para cualquiera que haga polÃtica en República Dominicana o en América Latina. Aquà la campaña ocurre en cuatro capas al mismo tiempo: el mitin con bocinas y banderitas, el clientelismo a golpe de funda y gasolina, el programa en PDF que casi nadie lee y el algoritmo del celular que decide qué ve el votante en medio del tapón. Si el relato no alinea esas cuatro capas, la campaña se rompe. Si el candidato dice “vamos a cambiar el modelo”, pero sus redes son solo fotos cortando cintas, no hay hegemonÃa posible. Heno bulto.
En este contexto, cualquier proyecto serio deberÃa partir de tres reglas básicas:
Una frase de muerte. Cinco palabras para el problema central que vas a asumir. Si no se puede decir en cinco palabras que entienda la doña del colmado y el chamaquito del motor, no hay campaña. Hay folleto.
Del eslogan a la factura. Todo lo que prometes tiene que tocar una factura concreta: alquiler, comida, luz, transporte, deuda. Si el gran anuncio no cambia nada en la nevera, el votante lo archiva como ruido. La pantalla entretiene, pero quien vota es la nevera.
Ecosistema de microcontenidos. Tu frase y tu problema tienen que vivir en todas partes: en la calle, en las entrevistas, en los reels, en los grupos de WhatsApp de la familia. No se trata de “subir un vÃdeo”; se trata de construir una matriz.
Trump domina la primera regla y levantó un partido entero alrededor de ella. Mamdani se mueve sobre las tres.
La pregunta no es quién tiene más talento en TikTok, sino quién sabe usar esos ocho segundos para algo más que caer simpático.
Porque en la economÃa de la atención, el polÃtico que solo busca impresionar al algoritmo termina siendo otro ruido de fondo. El poder real se construye cuando esos ocho segundos se usan para abrir una puerta en la cabeza del votante, no para tirar una bomba y desaparecer.
La pantalla manda, sÃ. Pero el dÃa de las elecciones, quien decide no es el rating. Es la nevera de la casa.
